En la fragua de nuestras Sesiones hemos trabajado con humildad, descortezando el tronco o cincelando la piedra bruta de nuestras pasiones, domando el ego, enfrentando los vicios, en silencio y perseverancia. Pero llega el momento de dar un paso más, un paso firme y consciente: hemos entrado en la etapa del “Quien trabaja, merece salario”.
Este salario no es oro ni riquezas del mundo material. Es mucho más noble y eterno. Es el fruto del crecimiento espiritual, del esfuerzo constante por ser mejores mujeres y hombres, mejores ciudadanos, mejores Buenos Primos. Es el salario de la conciencia que se despierta, del alma que se eleva, del espíritu que se refina. Y en ese sentido, sólo quien trabaja verdaderamente —quien construye el templo interior con paciencia, quien no teme al dolor ni a la duda— puede recibir ese salario simbólico que es el conocimiento, la luz y la paz interior.